16/10/2013, Mónica Lalanda
Cuando yo sea vieja, me moriré. Tú que lo lees, también te vas a morir. Nos morimos. Nos morimos todos. Tú, yo, ese, aquel, el de más allá. Todos. Nadie que esté leyendo este artículo quedará aquí para contarlo. Empezamos a morir el día que nacemos. Muerte, lo único que es seguro e irrevocable e ineludible y algo que cada vez nos suena más ajeno; la muerte no va con nosotros.
La vejez es ya un tremendo error, una vergüenza. Tanto es así que nuestros vecinos ingleses esta semana prohíben en los documentos del NHS utilizar la palabra "anciano", porque "es discriminatoria". Parece que decir que alguien es anciano es insultarle, vejarle. Vivimos acosados por una sociedad que quiere continuamente rejuvenecernos, que nos mete por los ojos pócimas mágicas, productos con propiedades sobrenaturales, cirugías reparadoras, ejercicios para el cerebro, chequeos exhaustivos y cualquier otra cosa que retrase el final. Todo se trata, todo se cura y además eres tonto si no lo haces o no lo aceptas.
Y esta vorágine tiene un precio: está prohibido envejecer y, para colmo, morirse es un fracaso personal y profesional. Y si uno vive fuera del mundo sanitario, quizás le encuentra la gracia ("envejecer está en la mente", "los 70 de ahora son los 60 de antes"….etc, etc); pero en la realidad sanitaria es una tragedia. Considerar a alguien como un anciano es discriminarle; por lo tanto se nos empuja a tratar igual a un hombre de 40 años que a un anciano de 90. Resulta inaudito ver las listas de medicación de personas tan extremadamente deterioradas que ni saben para qué son sus 20 pastillas ni las pueden tragar. Resulta trágico ver a ancianos sometidos a procedimientos agresivos (endoscopias, implantación de marcapasos….) cuando están tan demenciados que no pueden firmar su propio consentimiento. Resulta dramático saber de personas muy mayores que permanecen atados a las camas para evitar que se arranquen las sondas naso-gástricas que les alimentan artificialmente. Resulta desgarrador clavar vías y hacer radiografías a pacientes que clínicamente están dando sus últimas bocanadas. Resulta inhumano comenzar antibióticos o trasfundir sangre a alguien que dejó de reconocer a su familia o saber su nombre hace una década. Resulta, en fin, una tragedia que, de tanto preocuparnos en vivir, nos hemos olvidado de morir.
Y esto es lo que estamos haciendo. Yo de mayor quiero ser anciana; sí señor, yo quiero ser vieja. Y si me demencio, quiero acabar cuando antes la tragedia de no ser yo. No quiero médicos majaderos que alarguen mi vida solo porque la ciencia se lo permite. La misión de un médico incluye también asegurar el bienestar de los pacientes terminales y nadie hay mas terminal que un anciano escarado, dependiente y sin memoria de haber existido, nadie.
Ya está bien de esta medicina agresiva, inhumana, descabellada y absurda. Ya está bien de jugar a ser dios. Ya está bien.
(Tras esta consideración, Mónica Lalanda recoge lo que dice el Código Deontológico en su capítulo VII sobre la Atención Médica al final de la vida)
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